jueves, 16 de septiembre de 2010

Editoriales Vaticanas

Mis queridísimos lectores, mientras cierta persona se decide a aparecer o no, creo que lo más adecuado es dejarnos de temas pseudo-románticos y demás zarandajas y abordar un tema espinoso de verdad, de los que levantan ampollas, crean enemigos y destruyen reputaciones. Pues bien, con el fin de no abusar no sólo de vuestra infinita paciencia, sino también de vuestra indulgencia hacia mi pobre intelecto, aterrizo en la cuestión. Partiendo de que todos estáis muy informados y sois muy leídos, no os vendrá de nuevas que yo diga que, estos días, Joseph Raztinger, actualmente más conocido como Benedicto XVI, se halla de visita oficial en Gran Bretaña. Mucho se ha hablado de la visita. Que si ha costado 15 millones de euros. Que si la Iglesia cobrará una entrada para acceder a las celebraciones presididas por el papa. Y, sobre todo, se ha comentado la poca vergüenza del pontífice al pasearse por Europa cuando los escándalos, económicos y sexuales, cercan la Sede de Roma.

En tanto a lo primero, si ha costado 15 millones de euros, a quien debería interesar el evidente despilfarro no es a la prensa internacional, sino al pueblo inglés, representado por su parlamento. De todas maneras, no hay que perder de vista dos cosas. La visita del papa no es la visita de un líder exclusivamente religioso, como podría ser la del Dalai Lama, ser adorable donde los haya, si no la visita oficial de un jefe de Estado. Por otra parte, no me deja de resultar extraño que un país cuya religión mayoritaria no es el catolicismo invierta tanto dinero en el paseo pontificio. De todas formas, reitero que ese es un asunto privado de Gran Bretaña y que a nosotros no debería preocuparnos. Tiempo tendremos de asediar a nuestro gobierno cuando se sepa lo que se va a gastar con la visita española de Benedicto.

Hablando de lo segundo, del cobro de las entradas, se ha hablado de términos como simonía, que no es otra cosa que la compra o venta de beneficios espirituales a cambio de bienes materiales. Esto demuestra que la prensa es muy inocente y que ignora que el catolicismo es la religión más materialista de todas. En ella uno no obtiene la salvación por la gracia, es decir, por designio divino, sino por sus obras. Así, el católico debe portarse bien o, en su defecto, pagar para que se rece por él y poder así salvarse. Así, hablar de interés económico se revela algo tan cotidiano para la Iglesia que hasta hace sonrojar al escucharlo.

Más complicada es la tercera cuestión, la materia de los abusos sexuales y los escándalos económicos. Parece que el anterior pontífice era aficionado a proteger a seres repugnantes, dedicados a poner a la juventud al servicio de su propio placer y al erario público al servicio de sus propias finanzas. Sin rodeos, la corrupción encenaga la Corte Pontificia. Ante esto, a una persona con un sentido de la pena tan superdesarrollado y extraviado como el mío no deja de darle cierta lástima el anciano protagonista de este artículo. El papa se halla ante el deber de limpiar una institución mastodóntica y con unas reglas que, en su mayoría, se remontan, cuanto menos, al siglo XVI. Al mismo tiempo, debe contentar a su público más fiel y seguir haciendo a la Iglesia el azote de herejes, homosexuales y adúlteros. Ante esa disyuntiva entre limpieza y tradición, la verdad es que yo no quisiera verme en su pontificio pellejo. El anciano intelectual, ahora reconvertido en fundamentalista religioso, que debe poner orden en su destartalada casa y que, a la vez, debe hacer que parezca acogedora para los extraños. Complicado papel.