
Los muchachos del norte somos, en general, muy ingeniosos. Debe de ser a causa de las largas tardes de lluvia. El aburrimiento agudiza nuestra razón, capaz de crear juegos lingüísticos acertadísimos e hirientes dardos dialécticos. Ayer sufrí o disfruté, según se mire, uno de estos juegos de palabras. A fin de desahogarme y entretener vuestras plácidas vidas, interrumpidas ahora por el descanso estival, os cuento un poco cómo fue la cosa.
Paseando iba yo, tranquilo, alegre, airoso, por un pequeño pueblo gallego. Me paró un muchacho moreno y de ojos verdes. Entre otras cosas, vino a decirme que yo era Arthur Rimbaud redivivo. La boca se me quedó abierta de par en par. "Hacía tiempo que no me dedicaban un requiebro tan galante", pensé. Con la mejor de mis sonrisas, seguí hablando y complaciéndome en el dulce asedio al que me humilde persona era sometida. Como sabéis, la vanidad es algo terrible y, a un tiempo, admirable.
Sin embargo, ya sólo, me di cuenta de que el muchacho me había llamado zorra moderna a la cara. ¿Es que tengo yo cara de enfant terrible? ¿Me está llamando gerontofílico? ¿Acaso me ha visto por la calle de Claudio Coello borracho de hachís y absenta? Más que dedicarse al inocente oficio del galanteo, el chicarrón del norte, me hizo el más ambivalente de los comentarios. Me llamó genio e infame a la vez. Demasiado para el frágil carácter y sano intelecto de quien os escribe. Sinceramente, hubiese preferido que me comparase con un modelo de Poussin o, para no salir del juego literario, con Lord Byron. Sin embargo, es el problema de las comparaciones, siempre son desafortunadas.