viernes, 24 de junio de 2011

Tarde de piscina


Cuando voy a la piscina no puedo evitar sentirme dentro de un cuadro de Hockney. Allí estoy yo, tirado en el césped, con mi bañador nuevo, toalla a juego y sombrero de paja. Vamos, color de pelo aparte, un Tadzio redivivo. Delante de mi pasean, con parsimoniosa indiferencia, las sirenas, una corte de muchachos ambiguos, de cuerpos morenos, músculos marcados y escuetos trajes de baño. Todo como salido de un anuncio de Dolce&Gabana. Excesivo y hortera, pero tentador al mismo tiempo.

Y os preguntaréis qué hace un remilgado como yo en un sitio así, la piscina más marica de la capital de nuestro reino. ¿Qué tengo yo que ver con tal desfile de jamelgos? Lo ignoro. Cuando voy a la piscina siempre pienso que mi yo decimonónico y decadente nada tiene que ver con estos chicos fabricados en serie. Guapos, aparentemente alegres y ruidosos. Sin embargo, no puedo dejar de sentirme atraído por ese lugar. No sólo por las evidentes alegrías que aporta a la vista, sino también por mera curiosidad antropológica, extrañeza al constatar que personas tan distintas puedan compartir el mismo tiempo de ocio y el mismo reducido espacio.

De todas maneras, a pesar del placer de una tarde ocio tranquilo y ordenado, cuando regreso a casa siempre me invade cierta melancolía. En el fondo, creo que envidio a toda esa gente hermosa y trivial. Me gustaría ser un poco como ellos, deseado y deseable. Sí, mis queridos lectores, ya lo sabéis, la vanidad es mi peor defecto.

lunes, 20 de junio de 2011

La crisis del sombrero de plumas

Hay días realmente extraños en la vida de uno. Muy extraños. Hoy ha sido uno de ellos, pues me he sentido como Winona Ryder. Como podréis apreciar, dada la fama e indudable prestigio internacional de esta actriz, gran amiga de lo ajeno, ha sido una jornada digna de recordar. Os la explico, a fin de que podáis hacer escarnio de mi triste suerte y maldecir de mi pobre intelecto.

Esta mañana decidí que sería bueno comprarme un bañador nuevo. Sí, uno de estos cortos, muy cortos. Al fin y al cabo, uno se encuentra ya en disposición de enseñar las piernas. Total, que me lo compré e iba yo tan contento por la Corte. Sin embargo, en mi afán consumista, decidí acudir a uno de esos supermercados de la moda. Craso error. La diosa del Prêt-à-porter decidió vengarse de mi en forma de sombrero de plumas. Sí, plumas, de faisán. Pues bien, allí entré, como decía, en la tienda con mi sombrero. Todo tranquilo y plácido. La tragedia se desencadenó al salir. La alarma de la salida sonaba. De pálido, me torné en el más encendido encarnado. El cancerbero que guarda la entrada del establecimiento me dio el alto, preguntándome dónde y, más importante, cuándo había adquirido yo tan hermoso sombrero. Le respondí que hacía tiempo lo había comprado en el mismo lugar. Al buen hombre no le bastó con mi palabra. A pesar de que uno es honrado, tuvo que comprobar en las cámaras que yo, efectivamente, había entrado en la tienda con el sombrero en la cabeza.

Teniendo en cuenta lo ocurrido, os podréis imaginar mi indignación y vergüenza. ¿Ahora con qué cara me presentaré yo en la misma tienda? ¿Qué pensarían las personas que pasaban? ¿Me confundirían con un vulgar raterillo? Eso debió pasar, seguro que se han dicho a sí mismos, "la zorra del sombrero de plumas es una choriza". Y sí, uno podrá parecer una zorra choriza, pero, en el fondo, es una zorra honrada. Así es la zorra. Quién la conoce, lo sabe.

miércoles, 15 de junio de 2011

Higiene mental y empalago emocional


Procuro salir a correr cada día. No sólo por deporte y para mantener la figura, cosa muy necesaria en estos tiempos, sino también por higiene mental. Sí. Con un rato corriendo por el parque, consigo que mi cabeza se vacíe de todo el agobio acumulado durante el día y logro, al fin, razonar con un poco de cordura. En muchas ocasiones, las más, hago balance, pienso qué es bueno y qué lo malo que he hecho en todo el día. Otras veces hago previsión, pienso en qué debería hacerse al día siguiente. Finalmente, en algunas ocasiones, las menos, me dejo ir. Esos días me fijo en alguien, en cualquiera, e imagino quién es, cómo vive, qué inquietudes tiene, qué deseos.

Ayer fue una de esas raras veces en las que se dio la última opción. Como dice la protagonista de Desayuno con diamantes, yo había tenido un día rojo. Una de esas jornadas en las que piensas que mejor hubiese sido no haberse levantado de la cama. A pesar de ello, haciendo acopio de moral, decidí salir a correr por el Retiro. Cuando ya estaba acabando el recorrido, me fijé en dos chicos. Acaban de llegar de patinar. Tendrían veintiuno o veintidos años, ambos muy monos, delgaditos, con media melena oscura, sonrientes. Los dos estaban peleando, pero no con afán de hacerse daño, sino con el deseo de tocarse, de estar juntos. Era una cariñosa lucha entre risas. Más tarde, volviendo yo a casa, los encontré al lado de la boca del metro, alternando sonrisas y besos. Todo edulcoradamente delicioso.

Al rato, comencé a imaginar cómo se habían conocido, cuánto tiempo llevaban juntos y si ya se habían dicho "te quiero" uno al otro. Intenté proyectarme en ellos y, sin poder evitarlo, apareció el gusanillo de la envidia. A mi también me gusta que me digan cosas bonitas, que me besen a la entrada del metro y poder decir que quiero a alguien. Esos dos chicos eran el ideal que cualquier zorra sentimentalista y romanticona quisiera vivir. Eran el ideal que todo buen Fernando podría representar.