
Cuando voy a la piscina no puedo evitar sentirme dentro de un cuadro de Hockney. Allí estoy yo, tirado en el césped, con mi bañador nuevo, toalla a juego y sombrero de paja. Vamos, color de pelo aparte, un Tadzio redivivo. Delante de mi pasean, con parsimoniosa indiferencia, las sirenas, una corte de muchachos ambiguos, de cuerpos morenos, músculos marcados y escuetos trajes de baño. Todo como salido de un anuncio de Dolce&Gabana. Excesivo y hortera, pero tentador al mismo tiempo.
Y os preguntaréis qué hace un remilgado como yo en un sitio así, la piscina más marica de la capital de nuestro reino. ¿Qué tengo yo que ver con tal desfile de jamelgos? Lo ignoro. Cuando voy a la piscina siempre pienso que mi yo decimonónico y decadente nada tiene que ver con estos chicos fabricados en serie. Guapos, aparentemente alegres y ruidosos. Sin embargo, no puedo dejar de sentirme atraído por ese lugar. No sólo por las evidentes alegrías que aporta a la vista, sino también por mera curiosidad antropológica, extrañeza al constatar que personas tan distintas puedan compartir el mismo tiempo de ocio y el mismo reducido espacio.
De todas maneras, a pesar del placer de una tarde ocio tranquilo y ordenado, cuando regreso a casa siempre me invade cierta melancolía. En el fondo, creo que envidio a toda esa gente hermosa y trivial. Me gustaría ser un poco como ellos, deseado y deseable. Sí, mis queridos lectores, ya lo sabéis, la vanidad es mi peor defecto.