
Procuro salir a correr cada día. No sólo por deporte y para mantener la figura, cosa muy necesaria en estos tiempos, sino también por higiene mental. Sí. Con un rato corriendo por el parque, consigo que mi cabeza se vacíe de todo el agobio acumulado durante el día y logro, al fin, razonar con un poco de cordura. En muchas ocasiones, las más, hago balance, pienso qué es bueno y qué lo malo que he hecho en todo el día. Otras veces hago previsión, pienso en qué debería hacerse al día siguiente. Finalmente, en algunas ocasiones, las menos, me dejo ir. Esos días me fijo en alguien, en cualquiera, e imagino quién es, cómo vive, qué inquietudes tiene, qué deseos.
Ayer fue una de esas raras veces en las que se dio la última opción. Como dice la protagonista de Desayuno con diamantes, yo había tenido un día rojo. Una de esas jornadas en las que piensas que mejor hubiese sido no haberse levantado de la cama. A pesar de ello, haciendo acopio de moral, decidí salir a correr por el Retiro. Cuando ya estaba acabando el recorrido, me fijé en dos chicos. Acaban de llegar de patinar. Tendrían veintiuno o veintidos años, ambos muy monos, delgaditos, con media melena oscura, sonrientes. Los dos estaban peleando, pero no con afán de hacerse daño, sino con el deseo de tocarse, de estar juntos. Era una cariñosa lucha entre risas. Más tarde, volviendo yo a casa, los encontré al lado de la boca del metro, alternando sonrisas y besos. Todo edulcoradamente delicioso.
Al rato, comencé a imaginar cómo se habían conocido, cuánto tiempo llevaban juntos y si ya se habían dicho "te quiero" uno al otro. Intenté proyectarme en ellos y, sin poder evitarlo, apareció el gusanillo de la envidia. A mi también me gusta que me digan cosas bonitas, que me besen a la entrada del metro y poder decir que quiero a alguien. Esos dos chicos eran el ideal que cualquier zorra sentimentalista y romanticona quisiera vivir. Eran el ideal que todo buen Fernando podría representar.
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