
El liberalismo clásico, fruto de las mentes de grandes genios como Jean-Jacques Rousseau, John Locke o Adam Smith, parte de que, para lograr un Estado eficaz, las leyes han de ser pocas y comprensibles por todos. Únicamente con un estado pequeño, el individuo podrá ser realmente libre. Como dicen los teóricos, "Laissez faire, laissez passer".
Quien os escribe, al igual que los sabios de la Ilustración, prefiere guiarse por pocas normas. Eso no quiere decir que uno carezca de principios o de moral, sino que es de la opinión de que sólo guiándose por pocos preceptos, logrará cumplirlos todos. Gran falsedad. Y digo gran falsedad porque, en determinadas ocasiones, mis escasas reglas se tornan más pesadas que el Código Civil. ¿Qué hago entonces? ¿Hago una excepción o pierdo la oportunidad?
De momento, teniendo en cuenta que son pocas las oportunidades que se presentan, prefiero hacer una suspensión de la moral y crear mi propio estado de excepción. Al fin y al cabo, mientras no se haga daño a nadie, no hemos de ser siervos de la moral, sino que ésta debe estar a nuestro servicio. Aún así, siempre es terrible, a la par que admirable, ver como nuestros viscerales sentimientos se mezclan con la prístina claridad de nuestras ideas. Aquí es cuando la frase "El corazón ha de ser el mediador entre la mano y el corazón" cobra sentido. Los sentimientos siempre se cuelan en la relación entre la razón y los actos. Triste ménage à trois...