sábado, 23 de octubre de 2010

Pretextos con demora.

Queridos míos, la cuestión es la siguiente. Después de mi desafortunada y traumática actuación como spam, me he convertido en el azote de los morosos. Sí. Ya soy todo un perro de presa. Con el señor Redondo, mi nombre de guerra, no hay plazo que no se cumpla, ni cuenta que no se salde. Por tanto, vigilad la liquidez de vuestras cuentas. De lo contrario, no haréis más que oír, incansable, mi dulce voz.

Advertencias a parte, lo más curioso de la labor emprendida, no es mi celo en la búsqueda del justo pago, ampliamente reconocida, sino la inventiva de los infrecuentes pagadores. Ni el mejor novelista hubiese inventado historias tan peregrinas. Está, por ejemplo, la señora que, desgraciadamente, es inválida y no se puede mover de la cama, pero que también está sola en el mundo, lo que le impide enviar a alguien a pagar. Si es así, ¿cómo ha ido a comprar el plasma de tres mil euros, mi alma? También está la muchacha latina que, a voz en grito, le dice a uno que el noble establecimiento al que uno, con eficiencia, representa le pasa los recibos a otra cuenta, pero se niega a cambiarla. Habráse visto despropósito semejante... A pesar de este catálogo de imposibilidades y crueles contratiempos, siempre existirá el mozo canarión que, con sorna, te dice que liquidará al día siguiente y, a cambio, te responderá con un sms. ¡Qué dechado de cordialidad!

En fin, como veis, mis queridos e ilustrados lectores, pues yo no escribo para zorras analfabetas, para esas escriben otras más listas y, desde luego, más zorras que uno. Me pierdo. Digo que, como veis, un cliente moroso es como un novio que te deja. "Es que quiero ser libre", "Es que no congeniamos". "Es que no pienso en ti lo debido". "Es que eres muy gay para mi". Pretextos, queridos, simples pretextos.

sábado, 16 de octubre de 2010

De perros, celos y amor

El perro del hortelano, sin duda la comedia más divertida y hermosa del barroco, nos plantea una pregunta, ¿son los celos producto del amor o acaso es amor consecuencia directa de los celos? La obra nos plantea las dos posibilidades. Por un lado, Diana, con los celos, se da cuenta de que es amor lo que siente por Teodoro. Por otro lado, Marcela, prometida del protagonista, arde con los celos viendo cómo éste se inflama ante los requerimientos de la condesa. Al final de la trama, la cuestión no se resuelve, sino que, simplemente, Teodoro asciende socialmente, accediendo así al matrimonio con Diana, mientras la despechada Marcela ha de conformarse con las sobras.

El que os escribe no puede dejar de sentirse identificado con la pobre Marcela y sus terribles frustraciones. No puedo dejar de pensar que los celos son hijos del amor y no al revés. Cuando aquellos aparecen, se entiende que ya existía éste. Pensar lo contrario es engañarse. El problema de estos sentimientos tan freudianos, tan caprichosamente ambivalentes como son los celos, es que provocan una enorme frustración. Con ellos, se reproduce la eterna lucha entre Eros y Tánatos. El amor nos induce a proteger el objeto, mientras que los celos, y el odio consecuente, nos inducen a su destrucción. Sí, queridos míos, sí. Lo reconozco, hoy me he levantado filosófico. Será amor. Quizá celos.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Spam poligonero

Raquero. Una persona muy especial, acaso Fernando, me descubrió hace unos días este particular término. En general define a aquellas personas, no muy amigas de las más bellas letras y que, por lo general, habitan los suburbios de las ciudades. Algunos sinónimos podrían ser barriobajero o el muy manido poligonero. Os preguntaréis por qué cabe aquí semejante vocablo. Pues bien, parafraseando, esta semana la palabra se me hizo carne y habitó conmigo unos cuantos días.

Os ilustro la situación. Todo empezó con la dureza de las condiciones laborales en esta Villa y Corte. Deseoso de encontrar una ocupación y, sobre todo, un sueldo que permitiese nutrir un poco mis escuálidas finanzas, decidí aceptar el primer trabajo que se ofreció. Yo era spam. Sí, queridos míos, sí. Durante tres días, debí trasladarme a una oficina inmunda, donde me obligaban a gritar unas consignas infames. Tras ese duro trance, me soltaban siete u ocho horas por barrios dignos de la mayor conmiseración. Allí, donde fui testigo de múltiples penalidades, así como de un intenso olor a orín y heces, debía ir mendigando, puerta a puerta, socios para una ONG. Os podréis imaginar el estruendo de decenas de puertas cerrándose ante mis nunca bien ponderadas narices.

Sin embargo, lo peor no era la sensación de estar dedicándose a la mendicidad. Tampoco la explotación a la que me sometía la empresa promotora de mis desgracias. No. Lo peor era el enfrentamiento diario a una escandalosa y salvaje ignorancia. Y es que mis compañeros de trabajo no eran, ni mucho menos, un dechado de buenas maneras ni un ejemplo de ilustración. Por desgracia, sus dientes mellados nunca se habían hincado en un buen pato relleno. Sus ojos, hundidos y enrojecidos, nunca se habían paseado por el intenso verde de un Greco. Sus oídos, maltratados por ruidos atronadores, nunca se habían conmovido con un sublime adagietto. ¿Qué podía decirles yo sin arriesgarme a quedar como un señorito provinciano y clasista? ¿Serían capaces de entender mi enrevesado lenguaje? Eso nunca lo sabré, pero lo que si descubrí es que raquerismo y felicidad parecen ser todo uno. Paradojas de la existencia.

sábado, 2 de octubre de 2010

Chopin y las morcillas


Esta mañana lo vulgar y lo sublime se han unido. Todo comenzó temprano. Tras un breve y reparador sueño, comencé mi rutina de todos los sábados. Prensa del día, panecillos suecos con mantequilla y mermelada de ciruelas, sonatas para piano. En el quinto panecillo, que no último, descubrí que, hoy al mediodía, comenzaba en la Fundación Juan March un maravilloso ciclo de piano dedicado a Chopin y Schumann. Los panecillos casi regurgitan de la emoción.

Sin embargo, antes de entregarme a los brazos de Frédéric y Robert, debía cumplir con otro rito de los sábados. La compra. Ese maravilloso momento lleno de señoras con prisa, ortoréxicos que ven la etiqueta de los yogures como a su peor enemigo y cajeras importadas de Haarlem. Sin embargo, entre tanta vulgaridad y tanto poligonerismo, apareció un tesorito negro embutido en una fina tripa. Sí, la morcilla, tótem al que sacrificaría mi mediocre y poco ilustrada existencia. La hora de la comida se planeaba también muy movida.

Planeando el goce burgalés que me iba a pegar luego, fui a satisfacer mi deseo burgués. Allá que cogí mi bici y ambos nos fuimos rumbo la Calle Castelló, en ese sitio tan feliz y tan felizmente llamado Barrio de Salamanca, donde no cabe la pena y toda miseria está excluida. Allí escuché el maravilloso concierto. Mazurca en la menor, Op. 17 nº4; Polonesa en la menor, Op. 40 nº1, y, sobre todo, Balada nº2 en fa mayor, Op. 38. El intérprete muy correcto, así que todo delicioso. Aunque la mayor delicia esperaba al llegar a casa, unos maravillosos huevos con morcilla de arroz, coronados por un gran melocotón de Calanda y chocolate Lindt. Todo un vulgar orgasmo gastronómico. ¿Con mañanas así, quién necesita a Fernando?