
En nuestra católica cultura, se considera la Pasión como la tragedia por antonomasia. Dios se hace carne con el estéril fin de salvar a los hombres. Estos, corruptos y envidiosos, acaban por asesinarlo en el peor de los tormentos posibles. Sólo hay que ver el famosísimo retablo de Grünewald para darse cuenta de la magnitud de la carnicería. Una obscena amalgama de gritos, sangre, sudor y miembros crispados. Un tratado estético del asco.
Pero lo peor de la tabla no es esa apoteosis de la casquería, sino el sujeto que lo observa. A la derecha, ajeno al llano, Juan el Bautista señala tranquilamente y dice "Illum oportet crescere, me autem minui". Ante la tragedia, el observador debe disminuir en importancia, cediéndole su peso a la fuerza de lo trágico. Así nos sentimos todos ante estas imágenes; pequeños, violentos, extraños.
Sin embargo, aunque el sujeto espectador disminuya, únicamente él da sentido al drama. Es el verdadero protagonista. Su impasibilidad contrasta con la violencia de la escena. Y es esa lucha de contrastes la que genera la terrible tragedia. Así, la crucifixión no sería la misma sin ese grupo de soldados que, jugándose los despojos, contemplan, burlones, la escena. No hay tragedia sin cronistas, sin artistas, en definitiva, sin gente que, una plácida tarde de primavera, sube a hacer un picnic al pie de la cruz.