viernes, 16 de diciembre de 2011

Hartazgo

Una palabra define mi día, hartazgo. Harto de los despertadores, del trabajo, de los horarios, de las quejas, de las reclamaciones, de las protestas, de las sugerencias, de la gente en general, de la clientela en particular, de las pijas, de los pijos, de los barriobajeros, de los incultos, de los imbéciles, de los que resucitan y de los que mueren. Paciencia. De la ciudad, de la navidad, de las fiestas, de las luces, del tráfico, de los paraguas, de la lluvia, del barro, de los golpes, de los adolescentes que tocan a mi timbre, del ascensor, de la bicicleta, del ordenador, de la lavadora. Respiro. Harto del dolor de cabeza, del dolor de garganta, del dolor de pies, de los bollos que le salen a los jerseys, de los zapatos que se estropean, de las zapatillas que sé que no me voy a comprar, de los regalos que no me haré. Tranquilo. Harto de las fregonas, los estropajos, la lejía, de la lista de cosas sin hacer, de la lista del supermercado, de la colada, de mi menú semanal, de las compañeras que se pasan una hora en la ducha y malgastan el gas. Calma. Harto del gas, de la factura de la luz, de la factura del teléfono, de la renta que hay que pagar, de lo que queda de mi sueldo a final de mes. Es así. Harto de los compromisos, del ocio que se convierte en negocio, las citas, la vida en sociedad, la sociedad, el mundo en general. Tiempo.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Una ópera en calzoncillos


La representación de Lady Macbeth de Mtsensk el 28 de enero de 1936 marca un hito en la historia de la censura. Dimitri Shostakóvich, su compositor, tuvo que soportar la condena de esta obra al ostracismo simplemente porque al camarada Stalin no le complació la música. ¿Por qué? La obra se aleja de la estética realista imperante y abraza una crudeza, totalmente alejada de la épica comunista. En fin, una historia brutal que sucumbió a la brutalidad del poder. Una historia a la que podemos asistir estos días en el Teatro Real.

Lady Macbeth cuenta las tribulaciones de Katerina Ismailova, una mujer encerrada en un matrimonio insatisfactorio y condenada a una vida de tedioso aislamiento. Para poder salir de esta situación, Katerina se ve abocada al crimen. Comete verdaderas atrocidades solo para sentirse viva, mata para poder vivir. Todo ello ante un coro de personajes viles, únicamente interesados en satisfacer sus propios apetitos. Un retrato de la brutalidad humana.

La música de Shostakóvich en todo momento subraya esa brutalidad, haciendo especial hincapié en las escenas de violencia y sexo. Tanto es así que algún crítico llegó a dedicar a la obra el apelativo de "pornofonía". La orquesta del Real, magistralmente dirigida por Harmut Haenchen, consigue sacar lo mejor de la partitura. Hay momentos en los que la potencia de los metales hace que, literalmente, el espectador se quede aplastado en la butaca. A ello hay que sumar las buenas voces de los personajes y el excelente coro.

No se puede decir lo mismo de lo que ocurre en la escena. Si bien, hay algunos aciertos. La caja de cristal donde ocurre gran parte de la acción refleja el ambiente cerrado al que se ve sometida Katerina. La oscuridad predominante también contribuye a evocarlo. Lo que sí raya en lo patético es la dimensión "actoral". Las escenas de sexo y violencia son lamentables. ¿Qué tiene de morboso ver a dos señores gorditos revolcarse en paños menores? ¿Qué tienen de impactante unos golpes y unos azotes fingidos? Para mostrar ese burdo simulacro, pudieron haber optado por ocultar.

Con todo, este montaje del Real nos permite conocer una de las grandes óperas del siglo XX. Una ópera, como decimos, brutal con guiños al cabaret, al jazz, al music hall y al circo. Un estupendo pastiche y, a la vez, una denuncia a la opresión como motor de los peores crímenes. Crímenes que, como en el caso de Katerina, nunca quedan sin castigo.


lunes, 5 de diciembre de 2011

Contra la ambición


La mitología esta llena de personajes que, presa de su desmedida ambición, acaban sufriendo la peor de las caídas. Ícaro, por querer alcanzar el sol, murió ahogado en el fondo del océano. Faetón, por querer dirigir el brillante carro de Febo, pereció despeñado. Prometeo, por desafiar a los dioses, acaba encadenado y sometido a un eterno martirio. Querer alcanzar lo inalcanzable y ser castigado. Muy edificante.

Yo, como los mitos clásicos, también me veo sacudido de vez en cuando por la ambición. Quiero tenerlo todo. Un buen trabajo, una buena casa y mil cosas hermosas. A veces pienso que, a fin de conseguir eso, estoy dispuesto a hacer lo que sea. Materialista me llaman, yo me río. Sin embargo, a veces me pregunto de qué sirve el dinero si no tienes con quien gastarlo, de qué sirve un precioso piso si nadie te visita, de qué sirve tener cosas hermosas si no tienes con quién compartirlas. Y entonces me doy cuenta de que mi ambición es algo egoísta e inútil. Los ambiciosos, en su afán de resaltar su propia individualidad, acaban solos.

No obstante, lo anterior no quita que uno no deba luchar por lo que quiere, aunque siempre con mesura. Aurea mediocritas. Hay que considerar si lo que uno quiere compensa a aquello que pierde para conseguirlo. Da miedo apostar cuando sabes que tienes que perder. Da miedo subir mucho, sabiendo que desde muy arriba puedes caer.