Siempre me he vanagloriado de tener un rico lenguaje. Gongorino casi. Todos lo que tenéis la gran suerte, o la terrible desgracia, de conocerme sabéis que me encanta incorporar palabras a mi acervo. Con afán arqueológico, gusto de recuperar palabras en desuso, pobres reliquias lingüísticas en las que ya nadie repara. Sí, yo he dado de nuevo esplendor a la acción de descomer, he resucitado todo lo estomagante y he coronado esta ciudad en la que vivo con su apelativo de Villa y Corte. Aunque no sólo, en mi atracción por lo vintage o viejuno, he vuelto a traer nuevos términos, también me he encaprichado con algunos. Mi última fijación es, lo confieso, el adjetivo mamarracha.
Efectivamente, mamarracha es una palabra gloriosa. Sonora y contundente. A la vez, en su potencia vibrante, expresa perfectamente lo deleznable de las personas que merecen tal apelativo. Esto es, modernas sin oficio ni beneficio. Sodomitas frívolos que viven del cuento y se dedican únicamente a cultivar el cuerpo, lucir la última creación de Marc Jacobs o a mostrar al mundo su nuevo peinado, el cual, irremediablemente, esconde un gran vacío. Vamos, algo verdaderamente aterrador y que, sin embargo, se extiende como una plaga de langostas por nuestra decimonónica Corte.
Ante esa fuerza aplastante de pelos encerados, polvos de maquillaje, mini-shorts, maxi-botas, mallas y demás zarandajas ochenteras, qué ha de hacer una persona sensata, huir del reino, meterse en un convento, acabar con su nada cool existencia... Todo antes de ir por ahí y que digan al pasar, "ésa es una moderna". No. Yo prefiero que pasen y digan, "ahí va la antigua ésa, es el barroco redivivo".