jueves, 28 de abril de 2011

Venganzas y contrastes

Tras un tiempo de intensa sequía intelectual, vuelvo a disfrutar de la cultura. Así, a cada paso, me encuentro películas que me encantan, melodías que me cautivan, espectáculos que me fascinan y libros que me subyugan. Recientemente, me ha atrapado El color prohibido, maravilloso libro escrito por el japonés Yukio Mishima y publicado en 1953.

Al parecer, en japonés la palabra "color" se utiliza también para designar el amor erótico. Sí, el lejano oriente siempre tan metafórico... "Color prohibido", por tanto, aludiría a un erotismo imposible, socialmente inaceptado. Esta idea de imposibilidad planea a lo largo de todo el libro. Sunshuké Hinoki, viejo escritor en la cumbre de su fama, desea vengarse de las mujeres. Su edad y su posición se lo impiden. Para consumar su venganza se vale del joven y bellísimo Yuichi, personaje amoral que acaba por convertirse en una marioneta en manos del escritor. Sin embargo, la belleza del muchacho y el deseo del viejo pronto tornarán en imposible el acuerdo entre ambos.

El planteamiento es sencillo. Sin embargo, el libro acaba por convertirse en un brillante juego de contrastes. Vida pública y vida privada, belleza y fealdad, juventud y vejez, vida y muerte. Todo narrado en un lenguaje aséptico, pero que, a la vez, va desgarrando, uno por uno, a todos los personajes. Y es que, en un libro en el que todos los personajes son culpables, el narrador, frío e impasible, no tiene más remedio que actuar como juez. Juez del delicioso sufrimiento oriental.


Yukio Mishima, El color prohibido
Traducción de Keiko Takahashi y Jordi Fibla
Alianza editorial 2010.

Excéntrico Bach

Me encantan las noches de lectura. Tolstói me apabulla con su torrente de palabras. Glenn Gould, sentado en su silla astrosa, toca el piano y canturrea para mi. ¿Qué más puedo pedir?



Johann Sebastian Bach, Goldberg Variations BWV 988, "Variation 25".
Glenn Gould, versión de 1981.

jueves, 14 de abril de 2011

De violines, cisnes y ballets


El ballet siempre me ha suscitado un aburrimiento mortal. Sólo mujeres frágiles y hombres amanerados dando vueltas y más vueltas sobre sí mismos hasta que cae el telón. Sin embargo, hace unos días, vi Black Swan, película dirigida por Darren Aronofsky y protagonizada por Natalie Portman. Con ella descubrí que, a la fragilidad y amaneramiento de los clásicos ballets rusos, subyace un profundo pathos. Belleza y sufrimiento, el eterno binomio. Y es que la protagonista acaba por sucumbir a la lucha entre Odette, el cisne blanco, y Odile, el cisne negro. Una lucha que acaba por romper las barreras entre realidad y ficción, generando así una obra de arte perfecta y total.

Junto a lo anterior, lo que realmente impresiona de la película es el uso que hace de la música. Tchaikovsky y El lago de los cisnes son dos personajes más o, mejor aún, son el hilo conductor de la historia. Tanto es así que el solo de violín del primer acto del ballet (en el vídeo) me ha venido persiguiendo estos días. Tan lírico, tan agónico, una verdadera tarta de merengue.

Tan impresionado me he quedado que mi interés por Tchaikovsky, compositor al que adoro, se ha redoblado. Antes despreciaba su música escénica, que me parecía vacía y un tanto hortera. Ahora creo que aquella está a la altura de la Patética o del sublime Concierto para violín. Además, lo más loable es que me han entrado ganas de comprar entradas para el ballet, ver vídeos de ballet, fotos de ballet, leer sobre ballet... Creo que, en breve, mi amaneramiento y yo vamos a comenzar a dar vueltas sobre nosotros mismos. Hasta que caiga el telón.

lunes, 11 de abril de 2011

Complejo de Polícrates


Polícrates fue durante el siglo VI a.C. tirano de la isla egea de Samos. Aunque accedió al poder mediante un golpe de Estado, las obras públicas de su gobierno mejoraron ostensiblemente el nivel de vida de su pueblo. Todo ello henchía de felicidad a Polícrates. Sin embargo, al mismo tiempo, le hacía tremendamente infeliz. Temía que los dioses sintiesen envidia de él y le castigasen. En definitiva, Polícrates sentía miedo de su propia felicidad.

Como el tirano griego, quien os escribe siente un poco de temor ante su pequeña primavera. Todo me está saliendo muy bien. En septiembre llegué a la Corte sin nada. Era casi un perdido. Ahora tengo un trabajo estable, unas prácticas estimulantes e ilusionantes, encargos puntuales y, no menos importante, sigo tan delgado como siempre. Se puede decir que soy un poco feliz. A pesar de ello, me inquieta que, tras esta felicidad, pueda esconderse una desgracia que venga a equilibrar la balanza. ¿Qué tengo que perder para que todo siga como siempre?

A pesar de todo, trato de convencerme de que el temor es infundado, de que tal equilibrio es una superstición, de que va a ser siempre como ahora. Inútil. Ya lo dice la sabiduría popular, tan folclórica ella, lo que sube, por fuerza, ha de bajar. A esperar toca...

jueves, 7 de abril de 2011

Exultante barroquismo


Como sabéis todos los que habitualmente prestáis atención a mis desvaríos, uno es una persona muy barroca. Sí, tremendamente barroca. No sólo por mi gusto por todo lo artificioso, sino también porque, con tremenda facilidad, paso de un afecto a otro. Así, la más profunda melancolía, con rapidez pasmosa, puede tornarse en la alegría más exultante.

Últimamente, mis queridos lectores, estoy en la fase de alegría exultante. Hoy me he dado cuenta. Generalmente, el jueves es el día en el que me muero de cansancio y maldigo mi triste suerte. Sin embargo, hoy mientras pedaleaba hacia mi trabajo alimenticio de las tardes, me dije a mi mismo, "Mi pequeño histérico, vuelves a ser tú de nuevo". Desde mi regreso a la Corte en septiembre, no había vuelto a tener esa sensación, esa idea de que la vida va rodando hacia el objetivo marcado. Ahora veo que mi esfuerzo conduce a algún sitio. Ya no estoy perdiendo el tiempo atendiendo esperanzas vanas.

Sin embargo, lo que me hace exultar todavía más es que he conseguido llegar a este sentimiento por mi mismo. Hasta ahora, he buscado que reconozcan mis méritos, que me estimen, que me quieran... En definitiva, ser feliz a través de otros. Ahora, sin Fernando a la vista, puedo decir que estoy a gusto conmigo mismo y sí, soy un poco más feliz. ¿Será el sol, serán los primeros calores? No lo sé, pero ojalá mi pequeña primavera dure para siempre.


domingo, 3 de abril de 2011

Sentado en la tribuna





Por primera vez, he sido yo quien te ha visto desde arriba. Sí, desde una tribuna. Estabás más guapo, más delgado, pero más guapo. Tienes de comer más, Fernando, de lo contrario no va a haber quien te quiera. El pelo más corto te favorece mucho, aunque te has pasado con la cera. Siempre lo haces. Yo, como un tonto, te ayudaba a lavarte la cabeza, te acercaba la toalla y, con brío, te secaba los cabellos. ¿Lo recuerdas? Al final, como en todo, yo era el único que acababa empapado.

Me preguntas qué he sentido al volver a verte. Nada. Bueno, no voy a mentir. Algo de nostalgia. De vez en cuando, te echo de menos. Más de lo que quisiera. Aunque una parte de mi piensa lo contrario, la otra, la buena, se alegra de que seas feliz. Me duele que no hayas querido ser feliz conmigo. No quisiste, ¿qué he de hacer? Recordé la primera vez que nos vimos en esa misma tribuna. Beethoven sonaba. Cuántas cosas han pasado desde entonces y cuánto daño me he hecho.

Hiciste que aprendiese tantas cosas... Tchaikovsky, Prokofiev, Brahms y Strauss ya no son los mismos. Y, Bach, sobre todo Bach, y su chacona, desnuda y trágica. La chacona de mi desgracia. Ya lo ves, por lo menos, no me pasa como Andrea, la protagonista de Nada, el libro que nunca me dedicaste. Yo puedo decir que he sacado algo, más que un recuerdo.

Felices veintitrés, Fernando, te seguiré viendo, aunque sea de lejos, en una cómoda tribuna.