
Todos sabemos que los romanos constituían un pueblo muy especial. Y es que el afán por los banquetes pantagruélicos y el gusto por los espectáculos sangrientos son buenos cimientos para cualquier civilización que se precie. Sin embargo, en muchas ocasiones, sus errores fueron capitales. Y claro, de aquellos polvos han devenido estos lodos.
Uno de los momentos más críticos para la posteridad tuvo lugar el 14 de febrero del año 269. En esa fecha el emperador Claudio II, muy aficionado al comercio, al bebercio y a la engorrosa tarea de matar godos, alamanes y vándalos, decidió dar martirio al monje Valentín. Todo por que el buen hombre había tenido la feliz y conservadora idea de casar a los soldados, desafiando una insignificante orden imperial. Sí, todo muy católicamente decente
Esa transgresión le costó cara a Valentín y ha sido gravosa también para el resto de los mortales. En el siglo V, el monje es canonizado por la Iglesia Católica y, más o menos, desde el siglo XIV, se viene asociando la fiesta de este santo al Amor, sujeto despreciable donde los haya. A partir de entonces, la publicidad nos tortura, dándonos a entender que poco hacemos en este mundo si no tenemos a alguien a quien regalar bombones, rosas o cualquier objeto con forma de corazón. A pesar de ello, quien os escribe, se rebela. Prefiero comerme yo mismo los bombones, deshojar las rosas rojas y rasgar los corazones. Bueno, no. Lo último, no. Engorrosamente sesudo, el imperativo categórico lo impide.
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