
Queridos míos, llevo una época en la que no hago más que contaros desgracias. Que si la chacona me hace llorar, que si San Valentín me deprime, que si Fernando me hace esto o aquello. ¿Dónde ha quedado mi yo frívolo? Ahora sólo soy un patético ganso histérico, que hace de este espacio el catálogo de sus graznidos. Sé que debo revelarme contra eso, pero no soy capaz. Hoy he intentado escribir un texto frívolo. He fracasado dos veces. Os explico los intentos. Así podréis hacer escarnio de mi triste persona y maldición de mi escuálido intelecto.
Primero, he intentado hablar de mi afición a las cosas buenas. Sin embargo, la triste casualidad hace que las cosas buenas tengan, por fuerza, que ser caras. De todas formas, una vez que uno prueba una onza de chocolate Valrhona, una galleta de Jules Destrooper o una copa Oporto añejo, no percibe el mundo de los sentidos de la misma manera. Y lo mismo pasa con la ropa, la cosmética, el ocio y un infinito etcétera. En ese bucle es muy fácil entrar, pero harto complicado salir. Es el infierno del buen gusto.
Después del despropósito anterior, he intentado hablar de la primavera. Sí, queridos míos. Febo, montado en su cuádriga generadora de cálido estío, ha decidido posarse sobre la Villa y Corte. Con él, además de mis horteras imágenes mitológicas, han llegado los largos paseos y las animadas conversaciones. También ha llegado la esperanza de que la primavera climática traiga consigo una primavera sentimental. Vamos, que estoy dispuesto a meterme en una nueva cárcel de amor. Cuánto daño me han hecho Diego de San Pedro y la novela sentimental...
Como conclusión, creo que ambos despropósitos tienen algo en común. Y es la búsqueda de algo que compense mi depresión post-universitaria. Después de estos meses tan duros, de pérdidas y desengaños, creo que me merezco algo hermoso a cambio. La hermosura la busco en lo delicioso, pero también en el primaveral calor del cariño. Me he convertido de nuevo en una tarta de crema, pero no en una de pastelería de barrio. No. Señores, están ustedes ante una tarta de Oriol Balaguer. La alta repostería se hizo carne y habita entre nosotros.
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